A 40 años del inicio de la última dictadura militar / Marcela Ferrari CEHis – UNMdP / CONICET

A través del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 los sectores dominantes de la Argentina y las Fuerzas Armadas intentaron poner fin al populismo con el que asociaban al gobierno peronista que, sostenían, estaba en la base de la crisis de dominación expresada en el cuestionamiento de todo principio de autoridad de manera crítica y aun violenta. La dictadura sucesiva impuso el disciplinamiento social, fundamentalmente a través de dos mecanismos complementarios: el terrorismo de Estado y la aplicación de planes económicos neoliberales.

El primero fue orquestado por las cúpulas militares con la participación de grupos paramilitares y parapoliciales, a los que se denominó “grupos de tareas”. Recurriendo al uso sistemático de la violencia ese aparato represivo bifronte, legal e ilegal, intentó aniquilar a los militantes de las organizaciones político-militares y sus estructuras de superficie, pero también alcanzó a ciudadanos –jóvenes en su mayoría– que no participaron de la lucha armada. Fueron dos los segmentos sociales más afectados: obreros y estudiantes, en especial los organizados. El saldo luctuoso del terrorismo de Estado fue identificado con la cifra simbólica de 30.000 desaparecidos y, aunque otros cálculos más realistas indiquen cantidades menores –entre 12.000 y 14.000 muertos en manos de las FFAA o los “grupos de tareas”, 3500 secuestrados o desaparecidos, 176 muertos por la guerrilla, entre 20.000 y 40.000 exiliados y 8000 detenidos a disposición del PEN– el ensañamiento y el costo social no fue menos cruento.

La magnitud de la represión fue imprescindible para producir un cambio de paradigma económico-social. Se rompió con el tipo de industrialización desplegado desde 1930, en sus distintas variantes –sustitutiva, desarrollista, neodesarrollista–. Más aún, a partir del golpe el Estado fue colocado al servicio de los sectores económicos tradicionales y los grandes grupos económicos. Se sostuvo un nuevo patrón de acumulación financiera, complementario de la acentuada y progresiva desindustrialización, que impactó regresivamente en el ingreso de los asalariados. En suma, la dominación social descansó sobre tres pilares: la reforma del sistema financiero; la apertura comercial, desfavorable para la industria nacional; y el ajuste de precios domésticos, especialmente el salario. La aceptación de ese conjunto de cambios estructurales sólo se explica en una sociedad desmovilizada por el terrorismo de Estado, generador de miedo y parálisis colectiva.

Si la violencia política y el desgobierno en que había caído el tercer peronismo dieron cierta legitimidad inicial al gobierno militar y sus políticas económicas, la pronta emergencia de pugnas internas entre las distintas armas o facciones comenzó a erosionar al régimen, tempranamente denunciado en el exterior por organizaciones de exiliados políticos. Los magros resultados económicos fueron cuestionados por ciertos grupos militares y por los medios filo desarrollistas. Pero fue la acción de los organismos de derechos humanos –Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, el Centro de Estudios Legales y Sociales, la Asociación Protectora de Derechos Humanos, entre otros– la que redundó, trabajosamente, en la creación conciencia colectiva, en especial desde el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a uno de sus dirigentes en 1980. Otros actores político-sociales descontentos contribuyeron a corroer al régimen: el movimiento obrero organizado, los partidos políticos y hasta, más tibiamente, la jerarquía de la Iglesia católica.

Para frenar la protesta y en busca de relegitimación, cuando los sectores más duros de las FFAA tomaron el poder, desempolvaron un viejo proyecto fundado en una causa nacional que podía convocar a toda la Nación: la recuperación de las Islas Malvinas. Con el desembarco el 2 de abril de 1982 en Puerto Argentino dio comienzo la única guerra de la que participó el país en forma directa en el siglo XX. La población civil, que pese a su sincera preocupación y entusiasmo vivía con cierta ajenidad los sucesos bélicos. El tono triunfalista de los medios afines al gobierno fue opacándose desde la llegada de la flota británica. La guerra duró 74 días y la derrota ante Gran Bretaña desencadenó el derrumbe de la dictadura, que no podía disimular la incapacidad de las FFAA aun en lo que se suponía era su tarea específica; a ellas se les atribuía la innecesaria muerte a la que se expuso a los jóvenes conscriptos trasladados a las islas.

Tras unos días de incertidumbre, el 1 de julio asumió el último gobierno militar, que inició la apertura del proceso de transición hacia la democracia. Los militares,  derrotados y puestos en evidencia por los crímenes de lesa humanidad cometidos, no tuvieron posibilidades de negociar su “autoamnistía” ni una inserción prestigiada en la nueva etapa que se abría. Menos condena tuvieron los sectores civiles que se beneficiaron con la dictadura, en especial los grandes grupos económicos que encontraron nuevas oportunidades en el nuevo contexto institucional.

Nota:
Este texto de síntesis es deudor de numerosos autores que, desde muy diversas perspectivas, analizaron en profundidad el más oscuro período de nuestra historia: Gabriela Águila, Eduardo Basualdo, Paula Canelo, Ana Gabriela Castellani, Marcos Novaro, Guillermo O’Donnell, Vicente Palermo, Hugo Quiroga, Jorge Schvarzer, entre otros. Dadas las características del sitio, no se los cita en extenso.

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